miércoles, enero 15, 2014

El anarquista renuente ---Joseph Sobran


Joe Sobran, conservador, explica aquí cómo se convirtió en anarquista... pese a que ello no le agrada del todo.
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El anarquista renuente

por Joseph Sobran

Traducción de
The Reluctant Anarchist


[Nota del traductor: “liberal” = progresista]



Mi llegada (muy reciente) al anarquismo filosófico ha perturbado a algunos de mis amigos conservadores y cristianos. De hecho, también a mí me sorprende, pues es algo contrario a mis propias inclinaciones.

Cuando niño adquirí un profundo respeto por la autoridad y un profundo horror al caos. Ambas cosas eran parte de mi vida, que se volvió incierta después de que mis padres se divorciaron y tuve que mudarme de un hogar a otro durante varios años, viviendo a menudo con extraños. Algo que siempre anhelé fue una autoridad estable.

Mientras tanto, mi educación en escuelas públicas me inculcó esa clase de patriotismo tan común en todos los niños de esa época. Crecí con la idea de que si había algo en lo que podía confiar, era mi gobierno. Sabía que era fuerte y benévolo, aunque yo mismo no entendía mucho acerca de él. La idea de que algunas personas -los comunistas, por ejemplo - podrían desear derrocar al gobierno me llenaba de horror.

G.K. Chesterton, con su eterna y gentil audacia, criticó alguna vez a Rudyard Kipling por su “falta de patriotismo.” Puesto que Kipling era famoso por glorificar al Imperio Británico, esto podría parecer una de las “paradojas” de Chesterton; pero no era tal cosa, excepto en el sentido de que él negaba lo que para la mayoría de sus lectores era obvio e incontrovertible.

Chesterton, ese “pequeño inglés” y opositor del imperio, explicaba qué era lo que estaba mal en Kipling: “Él admira a Inglaterra, pero no la ama; porque para admirar necesitamos razones; no así para amar. Él admira a Inglaterra porque Inglaterra es fuerte, no porque sea inglesa”. Lo anterior significa que no habría razón alguna para amar a Inglaterra si Inglaterra fuera débil.

Por supuesto, Chesterton estaba en lo correcto. Tú amas a tu país como amas a tu madre -sencillamente porque es tuya, no porque sea superior a otras, o porque sea especialmente poderosa.

Esto, ahora, me parece axiomático, pero me asustó la primera vez que lo leí. Después de todo, yo era un americano, y el patriotismo americano suele expresarse mediante superlativos: América –Estados Unidos- es la más libre, la más poderosa, la más rica; en pocas palabras, es el más grande país del mundo, con la mejor forma de gobierno - el más democrático. Quizá los pobres finlandeses o peruanos amen también a sus países, pero sólo Dios sabe porqué --tienen tan poco de qué estar orgullosos, tan pocas “razones”. América –EU- es también el país más envidiado del mundo. ¿Acaso no todo el mundo desea secretamente ser americano?

Ésa fue la clase de patriotismo que me inculcaron cuando niño, y eso era algo típico. Era el patriotismo de la supremacía. Porque América nunca había perdido una guerra –incluso me sentía orgulloso de que hubiéramos creado la bomba atómica (providencialmente, me parecía, justo a tiempo para machacar a los japonesitos)-, y esa fue la razón por la cual la guerra de Vietnam fue tan amargamente frustrante. ¡No por los muertos, sino por la derrota! ¡El fin de la más grande racha ganadora en la historia!

A medida que crecía, mi patriotismo comenzó a tomar otra forma, y me tomó mucho tiempo darme cuenta de que ello era opuesto a mi patriotismo de supremacía. Me transformé en un conservador filosófico, con una fuerte inclinación libertaria. Creía en el gobierno, pero tenía que ser un gobierno “limitado” - limitado a unas pocas funciones legítimas, tales como la defensa ante amenazas externas y la policía en casa. Yo aceptaba eso, y apenas un poco más, por la influencia de escritores como Ayn Rand o Henry Hazlitt, cuyos libros leía durante mi época en la universidad.

Aunque me desagradaba el ateísmo de Rand (yo era entonces irreligioso, pero no anti-religioso), de algún extraño modo ella revivía mi catolicismo residual. Yo había leído lo suficiente de Tomás de Aquino y comprendía sus mantras aristotélicos. Todo ha de tener su propia naturaleza y limitaciones, y eso incluye al estado; la idea de un estado que crece constantemente, sin límites, que demanda cada vez más del ciudadano, me ofendía y asustaba. Eso sólo podría acabar en tiranía.

También me atrajo poderosamente Bill Buckley, un católico confeso, que tocaba las mismas notas aristotélicas. Durante su postulación para alcalde de Nueva York en 1965, Buckley hizo una promesa sublime al votante: ofrecía “la paz interna que proviene de saber que hay límites racionales para la política.” Ésta pudo haber sido la promesa de campaña más fútil de todos los tiempos, ¡pero bastaba para obtener mi voto!

Más que cualquier doctrina particular, fue ese sentido aristotélico de los “límites racionales” lo que me convirtió en conservador. Me regocijé al encontrarlo también en algunos escritores ingleses muy alejados del conservadurismo americano –como Chesterton, por supuesto, pero también Samuel Johnson, Edmund Burke, George Orwell, C.S. Lewis, Michael Oakeshott.

De hecho, yo prefería mucho más el conservadurismo literario, contemplativo, en lugar del tipo de activismo que se preocupa por los asuntos políticos inmediatos. Durante la época de Reagan, que yo esperaba sería excitante, me mataron de aburrimiento la economía de la oferta, las zonificación de empresas, la “privatización” de programas de bienestar, y demás artimañas que evadían el tema principal: el de los principios. No pude darme cuenta de que el “movimiento” conservador estaba mucho más interesado en victorias republicanas que en principios. Y aunque lo vi no pude comprender lo que eso significaba.

De todos modos, lo último que me pasó por la mente fue convertirme en anarquista. Por muchos años no supe nada sobre la existencia de anarquistas filosóficos serios. Jamás escuché nada acerca de Lysander Spooner o Murray Rothbard. ¿Cómo podría la sociedad sobrevivir sin un estado?

Comencé a criticar al gobierno de los EU, aunque no mucho. Descubrí que el estado de bienestar, principalmente el legado del New Deal de Franklin Roosevelt, violaba los principios del gobierno limitado, y eventualmente tendría que irse. Pero estaba de acuerdo con otros conservadores en que, por el momento, lo urgente era detener la amenaza global del comunismo. Puesto que yo consideraba la “defensa” como una de las tareas legítimas del gobierno, pensaba que la Guerra Fría era una necesidad, el precio que había que pagar por la libertad, por así decirlo. Si en algún momento la amenaza soviética cesaba (algo que parecía remoto), podríamos reducir radicalmente el presupuesto militar y volver a la tarea de desmantelar el estado de bienestar.

En algún momento, al final del arco iris, EU retornaría a los principios sobre los que se fundó. El Gobierno Federal sería contraído, las leyes serían pocas, los impuestos serían mínimos. Eso era lo que yo pensaba. Por lo menos, lo que esperaba.

Durante esos años leía ávidamente literatura conservadora y de libre mercado, pensando que, siendo yo un converso reciente, debía ponerme al corriente con el movimiento conservador. Daba por hecho que otros conservadores ya habían leído los mismos libros y los tenían ya en el corazón. ¡Seguro que todos deseamos lo mismo! Lo fundamental: el conocimiento de que hay límites racionales para el gobierno. El buen Aristóteles. En aquel entonces, me parecía que no había una gran diferencia entre Aristóteles y Barry Goldwater.

Como es bien sabido, de joven trabajé para Buckley en el National Review, y luego pasé a ser columnista en varios medios. Encontré mi nicho en el periodismo conservador como crítico de las distorsiones progresistas [liberals] de la Constitución de EU, especialmente de las leyes de la Suprema Corte sobre el aborto, la pornografía y la “libertad de expresión.”

Poco a poco entendí que las críticas conservadoras de la “interpretación no estricta”, tan común en la jurisprudencia progresista, no eran lo fuertes que deberían ser. Casi todo lo que los progresistas querían que hiciera el Gobierno Federal era inconstitucional. La clave de todo, creía yo, era la Décima Enmienda, que prohíbe al Gobierno Federal hacer nada que no le esté expresamente asignado en la Constitución. Pero la Décima Enmienda se encontraba en estado de coma desde el New Deal, cuando la Corte de Roosevelt prácticamente la suprimió.

Esto significaba que casi toda la legislación federal, desde el New Deal hasta la Great Society y aún más, había sido inconstitucional. En vez de luchar contra cada programa progresista, los conservadores podrían minarlos en su totalidad con sólo restablecer el significado verdadero (y, en realidad, obvio) de la Constitución. El progresismo dependía de una larga serie de usurpaciones del poder.

En la época del nombramiento -tan disputado (y derrotado)- del juez Robert Bork para la Suprema Corte, los conservadores alegaban hasta el cansancio que la “intención original” de la Constitución debía ser concluyente. Pero aplicaban este principio solamente a algunas frases y pasajes ambiguos que se referían a temas en boga -como la pena de muerte, por ejemplo. El significado general de la Constitución, pensaba yo, estaba fuera de toda duda. El principio fundamental es que todo aquello que el Gobierno Federal no está autorizado a hacer, tiene prohibido hacerlo.

Eso era suficiente para invalidar al estado de bienestar y, de hecho, casi toda la legislación progresista. Sin embargo, me fue difícil persuadir a los conservadores de ello. Bork mismo opinaba que la Décima Enmienda era inaplicable. Si tenía razón, entonces la Constitución era totalmente inútil.

Nunca pensé que un renacimiento constitucional fuera fácil, pero de verdad creía que era indispensable para subvertir la legitimidad del progresismo. Los conservadores escuchaban de manera educada mis argumentos, aunque sin mucho entusiasmo. Consideraban mis apelaciones a la Constitución como algo pedante y, para fines prácticos, algo fútil -que no sería de mucha ayuda en la lucha política. La mayoría de los estadounidenses ya ni siquiera recordaban el significado de “usurpación”. Y los propios conservadores apenas lo entendían.

Por supuesto que tenían razón, en un sentido obvio. Incluso las cortes conservadoras (de ser convencidas) no serían lo suficientemente audaces como para deshacerse del legado progresista de un solo golpe. Sin embargo, yo seguía convencido de que el movimiento conservador debía atacar los fundamentos constitucionales sobre los que se apoyaba el movimiento progresista.

De alguna manera, mi patriotismo dejó de ser un patriotismo por la América tal como era entonces, para convertirse en un patriotismo por la América de la época en que aún se honraba a la Constitución. ¿En qué momento se dio el cambio? En un comienzo, pensé que la gran corrupción se había generado cuando Franklin Roosevelt subvirtió al poder judicial federal; pero después comprendí que el acontecimiento decisivo había sido la Guerra Civil, la cual había destruido el derecho de los estados a separarse de la Unión. Sin embargo, éste era el punto de vista de sólo una pequeña parte de los conservadores. En particular, en el National Review yo era el único que lo sostenía.

He escrito mucho sobre mi carrera en esa revista; así que me limitaré a decir que fue sólo hacia el final de más de dos felices décadas trabajando allí cuando comencé a darme cuenta de que, después de todo, no todos deseábamos lo mismo. Cuando sucedió, sentí algo parecido a lo que siente aquél que descubre, después de un largo y apacible matrimonio, que su esposa está enamorada de otro, y que así ha sido siempre.

No es que me hayan traicionado. Es sólo que estaba ciego. No puedo culpar a nadie más que a mí mismo. La gente de Buckley, y el movimiento conservador en general, no intentaron engañarme más de lo que yo intenté engañarlos. Todos asumíamos que estábamos del mismo lado, pero no era así. Si alguien tiene la culpa por este malentendido, ése soy yo.

A finales de la década de 1980 comencé a juntarme con rothbardianos libertarios –quienes se autodenominaban con el poco atractivo nombre de “anarco-capitalistas” -e incluso conocí a Rothbard mismo. Eran brillantes, muy combativos, con ideas desafiantes y argumentos sorprendentes. Rothbard poseía una inteligencia teórica profunda además de un gran conocimiento de historia. ¡Su obra principal, Man, Economy and State, había recibido, en el National Review, grandes elogios del normalmente reservado Henry Hazlitt!

Sólo puedo decir de Murray lo que muchos otros han dicho ya: nunca en mi vida encontré una mente tan original y vigorosa. Era un judío bajito y fornido de Nueva York, con una risa explosiva, y que fue siempre un compañero fascinante y alegre. Aunque escribió docenas de importantes libros y centenares de artículos, también se dio tiempo, sólo Dios sabe cómo, para escribir (en la vieja máquina de escribir eléctrica que utilizó hasta el final de sus días) innumerables cartas, largas, a un solo espacio y muy bien razonadas, para todo tipo de gente.
Las ideas de Murray sobre política eran rotundas: el estado no era otra cosa que una banda de criminales llevada a lo grande. Por mucho que concordaba con él en términos generales, por mucho que me fascinaran sus argumentos, me resistía a sus conclusiones. Todavía quería creer en los gobiernos constitucionales.

A Murray no le parecían en lo absoluto tales formas de gobierno: afirmaba que la convención de Filadelfia, donde la Constitución había sido esbozada, era solamente un “golpe de estado,” que centralizaba el poder y destruía los acuerdos mucho más tolerables de los Artículos de la Confederación. Esto contradecía todo lo que a mí me habían enseñado. ¡Yo nunca había escuchado a alguien sugerir que esos Artículos hubieran sido preferibles a la Constitución misma! Pero a Murray no le importaba lo que pensaran otros –o lo que todos pensaran. (Él era demasiado radical para Ayn Rand).

A ambos nos gustaban las películas de gángsters, y alguna vez me dijo que la Mafia era preferible al estado, porque al menos proporcionaba servicios que la gente realmente deseaba. Yo argüí que la Mafia se comportaba como el estado, extorsionando con sus propios “impuestos” en forma de chantajes a los comerciantes; su mercado estaba lejos de ser “libre.” Él admitió que yo tenía razón en eso. Fue un gran orgullo para mí que me haya dado la razón en ese punto.

Murray murió hace algunos años sin haber logrado convertirme en un anarquista. Le tocó a su brillante discípulo, Hans-Hermann Hoppe, terminar el trabajo. Hans afirmaba que ninguna constitución podría contener al estado. Una vez que el monopolio de la fuerza ha conseguido legitimidad, los límites constitucionales se transforman en meras ficciones que el estado puede ignorar; nadie podrá estar en una posición legal para hacer cumplir esos límites. El estado mismo decidiría, mediante la fuerza, lo que la constitución “quiere decir”, y gobernará siempre en su propio favor y para incrementar su propio poder. Ésta es una verdad a priori, y la historia de América lo confirma.
¿Qué pasaría si el Gobierno Federal violara gravemente la Constitución? ¿Podrían los estados retirarse de la Unión? Lincoln dijo no. La Unión era “indisoluble”, a menos que todos los estados acordaran disolverla. En la práctica, eso lo resolvió la Guerra Civil. Los Estados Unidos, en plural, eran en realidad un solo estado enorme, como lo demuestra el nuevo hábito de los estadounidenses de hablar de los Estados Unidos en singular, y no en plural.

Así, la gente está obligada a obedecer al gobierno aun si los gobernantes rompen su juramento de mantener la Constitución. No hay escapatoria. Para Lincoln, lo que es “inalienable” es el estado, no nuestros derechos. Y se aseguró de que así fuera por la fuerza de las armas. Ninguna transgresión a la Constitución puede dañar la legitimidad heredada por la Unión. Una vez establecido en términos específicos y limitados, el gobierno de los Estados Unidos es para siempre, incluso si se resiste a seguir esos términos.

Como dice Hoppe, es un error pensar que el estado puede ser controlado por una constitución. Una vez concedido, el poder del estado se vuelve, de manera natural, absoluto. La obediencia se da en una sola dirección. En teoría, “Nosotros, el Pueblo” creamos un gobierno y especificamos los poderes que puede ejercer sobre nosotros; nuestros gobernantes juran ante Dios que respetarán los límites que les hemos impuesto; sin embargo, cuando pisotean esos límites, nuestro deber de obedecerlos permanece.

Con todo, incluso después de la Guerra Civil, ciertos escrúpulos sobrevivieron durante algún tiempo. Los americanos aún estaban de acuerdo en que el Gobierno Federal podría adquirir nuevos poderes sólo si se hacían enmiendas a la Constitución. De ahí que las enmiendas de la posguerra incluían las palabras “el Congreso tendrá el poder para” aprobar tal y tal legislación.

Sin embargo, en la época del New Deal, quedaban pocos rastros de tales escrúpulos. Franklin Roosevelt y su Suprema Corte interpretaron la Cláusula de Comercio tan ampliamente, como para autorizar virtualmente cualquier solicitud del Gobierno Federal, y la Décima Enmienda de manera tan estrecha, que le quitaron todo poder que pudiera representar un obstáculo. En la actualidad, estas herejías están tan afianzadas que el Congreso rara vez se pregunta si una propuesta de ley está permitida o prohibida por la Constitución.

En resumen, la Constitución de EU es letra muerta. Fue herida de muerte en 1865. Su cadáver no puede ser revivido. Me ha sido difícil admitirlo, e incluso ahora me duele decirlo.

Algunas otras cosas cambiaron mi mente. R. J. Rummel, de la Universidad de Hawai, calcula que, tan sólo en el siglo 20, los estados asesinaron a unos 162 millones de sus propios ciudadanos. Esto no incluye las decenas de millones de extranjeros exterminados en las guerras. ¿Cómo podemos decir entonces que los estados “protegen” a sus pueblos? Ninguna cantidad de crimen privado habría podido alcanzar tales cifras. Con respecto a las guerras, el libro de Paul Fussell, Wartime, muestra las batallas con tan horrible viveza, que, aunque ésa no era su intención, me puso a dudar sobre si podría haber justificación para cualquier guerra.

Mis amigos cristianos dicen que la autoridad del estado fue dada por Dios. Mencionan la prescripción de Cristo de “dar al César lo que es del César”, junto con las palabras de San Pablo: “Los poderes que existen fueron ordenados por Dios.” Pero Cristo no dijo qué cosas -si las hay- pertenecen al César; sus palabras, ambiguas, están muy lejos de ordenar que demos al César todo lo que pida. Y cabe mencionar que Cristo jamás dijo a sus discípulos que establecieran un estado o que se metieran en política. Su tarea era predicar el evangelio, y, si eran rechazados, debían ir a otra parte. Él no parece haber imaginado al estado como algo que sus discípulos podrían o deberían tomar muy en cuenta.

A primera vista, San Pablo parece ser más positivo al afirmar la autoridad del estado. Pero él mismo, al igual que los otros mártires, murió por desafiar al estado, y lo honramos por eso; y no olvidar que en alguna ocasión se fugó de la cárcel. Es evidente que el pasaje de Romanos se ha malinterpretado. Probablemente fue escrito durante el reinado de Nerón, quien no se distinguió por haber sido el más edificante de los gobernantes; además, Pablo le aconsejó a los esclavos que obedecieran a sus amos y, sin embargo, nadie lo interpreta como una aprobación de la esclavitud. Lo que quizá él trataba de decir es que el estado y la esclavitud estarían aquí sólo en el futuro inmediato, y que los cristianos debían tolerarlo a fin de mantener la paz. Jamás dijo que así debería ser para siempre.

San Agustín tenía una opinión más terrible sobre el estado: era un castigo por los pecados. Para él, un estado sin justicia no es sino una banda de delincuentes a gran escala, y dudaba de que el estado pudiera ser otra cosa. Santo Tomás de Aquino tenía una postura más benigna: sostenía que el estado sería necesario incluso si el hombre no hubiera perdido la gracia divina; pero estaba de acuerdo con Agustín en que una ley injusta no puede ser considerada ley, doctrina que afectaría gravemente a cualquier estado conocido.

El monopolio legal del uso de la fuerza es la esencia del estado. Sin embargo, la fuerza es infrahumana; en palabras que me gusta citar todo el tiempo, Simone Weil definió la fuerza como “aquello que transforma a las personas en cosas –en cadáveres o en esclavos.” Puede que a veces sea un mal necesario, como en la autodefensa o la defensa del inocente, pero nadie puede tener por derecho lo que el estado pretende para sí: el privilegio exclusivo para emplearla.

Es muy posible que los estados -la fuerza organizada- gobiernen por siempre este mundo, y que en el mejor de los casos tengamos que elegir entre diversos males. Algunos estados son peores que otros en aspectos importantes: cualquiera en su sano juicio preferiría vivir en los Estados Unidos antes que ser sometido a un Stalin. Sin embargo, decir que algo es inevitable o menos malo que otra cosa, no significa que ese algo sea bueno.

Para la mayoría de la gente, “anarquía” es una palabra perturbadora que sugiere caos, violencia, antinomianismo –todo aquello que la gente espera sea controlado o prevenido por el estado. El término “estado”, a pesar de su historia sangrienta, no les molesta. Y sin embargo, es el estado el que es verdaderamente caótico, porque significa el gobierno de los fuertes y los maliciosos. Se imaginan que la anarquía terminaría naturalmente en el reinado de los matones. Sin embargo, el matón nunca podrá justificar su derecho a mandar. Sólo el estado, con su aparato propagandístico, puede hacerlo. Esto es lo que significa la “legitimidad”. Es obvio que los anarquistas necesitan una etiqueta más seductora.

“Pero ¿con qué se reemplazaría al estado?” La pregunta revela la incapacidad para imaginar a la sociedad humana sin estado. Parecería que la institución que ha acabado con 200 millones de vidas en un siglo difícilmente necesita ser “reemplazada”.

Los cristianos, y en especial los americanos, han vivido engañados debido a su buena fortuna. Desde la conversión de Roma, la mayoría de los gobernantes occidentales han estado más o menos inhibidos por la moralidad cristiana (aunque, como uno puede darse cuenta, a menudo encontramos gobernantes no tan inhibidos), e incluso las guerras fueron más o menos civilizadas durante siglos; y esto produjo la suposición de que el estado no es necesariamente algo malo. Pero a medida que esa moralidad se aleja de la cultura, como está sucediendo rápidamente, esta confusión se disipará. Podemos esperar cada vez más que el estado exhiba su verdadera naturaleza.

Para mí, todo esto ha sido cualquier cosa, menos una conclusión grata. Extraño la serenidad del que cree vivir bajo un buen gobierno, diseñado sabiamente y benévolo en sus acciones. Pero, como dice San Pablo, llega el momento en el que hay que deshacerse de las creencias infantiles.
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