martes, diciembre 30, 2014

Himno al YO de Ayn Rand... y Contra-himno nihilista al no-YO



HIMNO


Por Ayn Rand
YO soy. YO pienso. YO lo deseo.
Mis manos... Mi espíritu... Mi cielo... Mi bosque... Esta tierra mía... 
[[[Y sigue: bla bla bla, y más bla bla bla. Por ejemplo:]]] 
¿Qué debo decir aparte? Estas son las palabras y esta la respuesta.
YO estoy parado aquí, en la cumbre de la montaña.
YO levanto mi cabeza y YO extiendo mis brazos.

[[[Y bla bla bla... etcétera, etcétera. Hasta que, por fin, demos gracias a Dios, termina con:]]]

Y ahora YO veo la faz de dios, y YO levanto este dios sobre la tierra.

Este dios que los hombres han buscado desde que los hombres comenzaron a existir,

Este dios que le concederá felicidad paz y orgullo.

Este dios, esta palabra: YO

¡Bravo! APLAUSOS. No a Ayn, sino al YO, por favor.

Sí, hombre, el YO, tu YO pues.

Tu YO eres tú, menso.




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Contra-himno al NO-YO

o sea, a esto: La




escrito por WmGilleMoire durante una breve, pero no grave, recaída en el nihilismo

Maldita seas, bruja insolente,

En la hoguera arderás, afortunadamente.

Rousseau para ti la encenderá,

Karl Marx con ganas la atizará,

Bakunin y Kropotkin la sentencia dictarán,

El Che y Durruti de gusto bailarán,

Hoppe y Rothbard un poco llorarán,

los libertarianos se lamentarán,

el Grand Old Party venganza al cielo clamará

(pero en secreto festejará), 

Aristóteles en su tumba se revolcará,

Zaratustra en su montaña bramará, 

pero el infeliz de Konkin III se reirá.


Pobre bruja, tu dios no existe.

Lógicamente imposible; ergo, no es, no subsiste. 
YO es tu psicológica ficción,

tan sólo parte de tu imaginación.

¿Cómo, pues, méritos y derechos tendría,

lo que sólo en tu cabeza está, vieja arpía?




miércoles, enero 15, 2014

La revolución será puros negocios ---John T Kennedy

Tomado de
http://www.anti-state.com/kennedy/kennedy4.html


Muchos anarquistas de mercado continúan aceptando el paradigma del movimiento político. Ellos creen que la sociedad que desean sólo comenzará a existir cuando logren persuadir a mucha gente acerca de los beneficios o acerca de la corrección moral de tal sociedad. De modo que buscan construir ese movimiento.

Les tengo buenas y malas noticias.

Las malas noticias son que no hay ningún movimiento anarquista de mercado, y que jamás lo habrá. Un mejor marketing masivo de los principios de la anarquía de mercado no provocará su advenimiento. Un evangelismo racional no convertirá a las masas, ni siquiera a una masa crítica de individuos, al anarquismo de mercado.

El proyecto de construir un movimiento es erróneo y es inútil para los anarquistas de mercado. El impulso a construir tal movimiento es colectivista por naturaleza, y está enraizado en una concepción democrática e igualitaria de la sociedad. La idea es que cuando suficientes personas descubran cuál es verdaderamente su interés común, voluntariamente cooperarán para garantizar ese interés común. No es sorprendente que a muchos les sea difícil escapar de esa idea, que no está tan lejana de los ideales de los Padres Fundadores, ideales que nos han enseñado a reverenciar desde niños. Pero estos ideales democráticos no son apropiados para la anarquía de mercado y no propiciarán su advenimiento.

¿Dije que había buenas noticias? Las buenas noticias son que tal movimiento es innecesario.

Es difícil hacer entender esto a quienes todavía comparten el paradigma del movimiento político. Tienden a ni siquiera escuchar. En "A Porcupine's Worth Is His Price" ("Lo Mejor de un Puercoespín es Su Precio"), escribí:



"Algunos defensores del anarco-capitalismo creen que para liberarnos del
gobierno necesitamos convencer a la mayoría, o a cierto número de personas, de
que la sociedad anarco-capitalista será mejor que la sociedad con
gobierno.

Pero el puercoespín nos enseña una lección diferente: que
los hombres se liberarán del gobierno cuando sea demasiado caro o costoso el
gobernarlos."

En relación a esto, Bob Murphy me acusa de tener una "necesidad compulsiva de ofrecer un producto diferenciado". Me pregunta: "¿En qué difieren estos dos enunciados? ¿Estás diciendo que no se requiere un cierto número de personas para llegar a ser libres?"

Lo que intento decir es que no es necesario persuadir a un cierto número de personas acerca de los méritos de la anarquía de mercado para lograr que sea demasiado caro o costoso gobernar a la gente. Me parece que no me han escuchado. Me acusan de ser fatalista porque digo que no existirá nunca ese movimiento. Me acusan de ser un cínico porque digo que el evangelismo racional no funciona. Pero no soy ni fatalista ni cínico. Soy optimista.

¿Cómo podría existir la anarquía de mercado sin un movimiento? Esto es lo que me preguntan una y otra vez. Pero la pregunta me la hacen casi siempre retóricamente; la persona que pregunta no busca en realidad una respuesta porque ya ha decidido de antemano que eso no es posible. Y cuando la respuesta es dada, no es escuchada, o es olvidada rápidamente.

Hago la pregunta buscando respuestas. Y las hay. Ésas son las buenas noticias:

Existe un modelo de acción colectiva voluntaria y que es apropiado para el anarquismo de mercado. Son los negocios [bussiness].

Un negocio o una empresa no se sostienen porque haya un argumento racional que persuada a las personas de perseguir una meta común; apelan principal y directamente al auto-interés de empleados y clientes. Una empresa exitosa debe producir algún valor para empleados y clientes sobre la base de ganancias.

Una empresa no requiere un número especial de participantes; a veces grupos muy pequeños de personas pueden producir resultados dramáticos dentro de la empresa.

Considérese el Asesinato Político. Yo no defiendo al AP porque no creo que funcione como pretenden sus creadores; lo ofrezco tan sólo como un modo de aproximación a la anarquía de mercado. Si el AP funcionara tal como se pretende, el gobernar a los pueblos llegaría a ser algo demasiado caro o costoso, puesto que aquéllos que aspiraran a gobernar sabrían que eso podría costarles la vida. Sería innecesario persuadir a la gente para que practicaran el AP; lo practicarían por puro auto-interés.

En teoría, un pequeño equipo, acaso un solo individuo, podría implementar el AP. Su implementación total sería un negocio, aunque ciertamente no un negocio inmenso. El proyecto sería muy lucrativo, y por ello algunos querrían intentarlo. Y este negocio cambiaría el mundo, asumiendo que el AP funciona como se ha anunciado. --Mira, mami: ningún movimiento.

El AP no es la respuesta, pero es el tipo correcto de respuesta: es un negocio.

¿Qué clase de negocios pueden apresurar la anarquía de mercado? Negocios que hagan más caro o costoso el gobernar a la gente. Negocios que ofrezcan a sus clientes los medios para proteger su vida y su propiedad de los gobiernos. Un negocio muy atractivo sería el que ofreciera a sus clientes el medio para proteger sus ingresos contra los impuestos. Los impuestos llegan a ser voluntarios en la medida en que los individuos pueden evitarlos, y cuando los impuestos lleguen a ser lo suficientemente voluntarios, los gobiernos decaerán o fracasarán. ¿Qué incentivo tendrán los negocios para ofrecer tales servicios? Quedarse con alguna porción de ese flujo masivo de rentas que los gobiernos controlan hoy; la recompensa financiera sería muy grande.

No espero que un solo negocio nos daría la llave para alcanzar la libertad individual. Más bien, espero que muchos negocios vayan tomando su parte en ese flujo de rentas, y cada uno haga a la gente un poco más difícil de ser gobernada. El efecto acumulativo será el mismo.

Si usted puede dar a la gente los medios para proteger su propiedad y su persona del gobierno, no necesitará perder ni un instante persuadiéndola de que lo haga. Ella sola, por su propio interés, lo hará así, masivamente, sin importar sus opiniones políticas.

Los gobiernos son una manera de solucionar el problema de los bienes públicos mediante el recurso de castigar a aquéllos que rehusan cooperar con la colectividad. El problema es que con esta solución nos convertimos en prisioneros de los gobiernos.

Nuestro Dilema del Prisionero es que estaríamos todos mejor si colectivamente abandonamos al gobierno, pero individualmente sólo conseguiríamos castigos muy duros por cada defección.

La solución al dilema es introducir agencias que puedan cosechar magníficas recompensas por proteger a los individuos de las penalidades que el gobierno pueda infligirles; negocios que obtengan formidables ganancias por ayudar a sus clientes a escapar de los castigos del gobierno.

¿Para que preocuparse por hacer marketing a la anarquía de mercado cuando usted tiene un negocio viable?

Olvídese de movimientos. El negocio del anarquismo de mercado es los negocios.

19/VI/02
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Trad: wg

Catecismo del Revolucionario ---Sergei Nechaev

Fuente
http://www.geocities.com/satanicreds/revolut.html


Anarcófago no hace apología de las ideas y métodos de Nechaev




INTRODUCCIÓN de Satanic Reds
Revolucionarios: Definitivamente, ni liberales ni corazones sangrantes

Sergei Nechaev (1847-1882), revolucionario ruso, fue el autor de Catecismo de un revolucionario (1868), donde esboza sus ideas para un movimiento altamente disciplinado y profesionalmente organizado. Nechaev afirma que, así como las monarquías europeas utilizan las ideas de Maquiavelo, o los jesuitas católicos practican la absoluta inmoralidad para lograr sus propósitos, así también puede hacerse eso mismo pero a favor de la revolución popular. Nechaev fundó un pequeño grupo revolucionario conocido como Narodnaya rasprava(La retribución del pueblo), que pasó a la ilegalidad en Rusia luego del asesinato de uno de sus propios miembros en 1869. Nechaev fue a prisión en 1872. Y murió ahí diez años más tarde.

Peter Marshall, en A History of Anarchism, describe el Catecismo de Nechaev como "uno de los documentos más repugnantes en la historia del terrorismo":

"El Catecismo refleja una parte significativa del pensamiento revolucionario ruso. V.I. Lenin admiraba el Catecismo (y fundamentó en él gran parte de su Lo que debe hacerse); Dostoevsky creó el personaje de Verkhovensky, en Los poseídos, basado en Nechaev.

"Después de la revolución bolchevique, Nechaev aparecía como un héroe épico ruso en muchos libros y poemas. En los 1960's el Catecismo fue revivido por los Panteras Negras, el grupo revolucionario afroamericano; y Eldridge Cleaver escribió en su favor en Soul on Ice.

"Lo importante en el pensamiento de Nechaev es su radical transmutación de los valores, en abierto desafío a la moralidad prevaleciente. A primera vista las palabras de Nechaev pueden parecer repulsivas y amenazantes, pero hay un sentido más profundo capaz de inspirar la lucha revolucionaria. Hay en él un coraje místico y una pasión religiosa por cambiar la realidad, algo no tan lejano a aquellos místicos medievales que se oponían a las religiones organizadas y leyes sociales. Su aparente inmoralidad (más que amoralidad) proviene de la comprensión de que tanto Iglesia como Estado son cruelmente inmorales en su búsqueda del control total. La lucha contra esos poderes debe realizarse, pues, utilizando todos los medios que sean necesarios".

El Catecismo de Nechaev, en un nivel más profundo, puede leerse como una denuncia de ese Sistema de Control que sólo puede cambiarse a través de la lucha incondicional y desgastante. Y aunque fue escrito en el siglo XIX, es todavía relevante. El Sistema de Control está aún en su lugar, sólo han cambiado sus formas. Se requiere, pues, un Centro secreto e invisible para la Nueva Resistencia, no organizado mediante estructuras rígidas, sino mediante vínculos sutiles y contactos ocultos. El Sistema utiliza conspiraciones, intrigas, desinformación y manipulación con el propósito de someter a los pueblos. Requerimos, entonces, volver las armas del Sistema contra sí mismo. Quizá podamos aprender algo del joven Sergei Nechaev.


Sergei Nechaev: un asceta revolucionario

Nechaev fue un fanático, y un héroe por naturaleza. Para realizar la revolución social, predicaba el engaño, el robo, el pillaje y el terror despiadado. Incluso estando en prisión, pudo utilizar a los guardianes para dictar sus instrucciones al movimiento revolucionario.

Estaba poseído por una sola idea, y en el nombre de esa idea exigía el sacrificio de todo. Su Catecismo del revolucionario es un libro único en cuanto a su ascetismo. Es una especie de instrucción para la vida espiritual del revolucionario, y sus exigencias son más severas que las del ascetismo sirio.

El revolucionario debe carecer de intereses privados, de negocio o sentimientos y conexiones personales; no debe tener nada para sí mismo, ni siquiera un nombre. Todo debe ser absorbido por un solo interés, una sola idea, una sola pasión: la revolución. Lo que sirve a la causa de la revolución es moral; ésta es el único criterio del bien y el mal. El resto debe sacrificarse en su nombre.

Éste es el principio del ascetismo. El hombre de carne y hueso es reprimido y privado de todo en nombre de la Revolución -el nuevo dios. Nechaev exigía una disciplina de hierro y una centralización extrema de todos los grupos revolucionarios -un antecedente del bolchevismo. Estas tácticas de Nechaev, que permitían los métodos más inmorales, ahuyentaron a la mayor parte de los revolucionarios rusos de persuasión narodnik; incluso Bakunin se sintió alarmado... (N. Berdyaev, The Russian Idea)
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CATECISMO DEL REVOLUCIONARIO
Por Sergei Nechaev

La actitud del revolucionario hacia sí mismo

1. El revolucionario es un hombre dedicado. No tiene intereses personales, no tiene relaciones, sentimientos, vínculos o propiedades, ni siquiera tiene un nombre. Todo en él se dirige hacia un solo fin, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución.

2. Dentro de lo más profundo de su ser, el revolucionario ha roto -y no sólo de palabra, sino con sus actos- toda relación con el orden social y con el mundo intelectual y todas sus leyes, reglas morales, costumbres y convenciones. Es un enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él, es sólo para destruirlo más eficazmente.

3. El revolucionario desprecia todo doctrinarismo y rechaza las ciencias mundanas, dejándolas para las generaciones del futuro. Él conoce una sola ciencia: la ciencia de la destrucción. Para este fin, y sólo para este fin, estudia la mecánica, la física, la química y quizá también la medicina. Para este propósito, el revolucionario estudiará día y noche la ciencia de los hombres, sus características, posiciones y todas las circunstancias del orden presente en todos sus niveles. La meta es una sola: la más rápida y más segura destrucción de este sistema asqueroso.

4. El revolucionario desprecia la opinión pública. Desprecia y odia la actual moralidad pública en todos sus aspectos. Para él sólo es moral lo que contribuye al triunfo de la revolución. Todo lo que la obstruye es inmoral y criminal.

5. El revolucionario es un hombre condenado a muerte. No teniendo piedad hacia el estado ni hacia la sociedad educada, él a su vez no espera que ellos tengan piedad hacia él. Entre ellos y él hay una tácita, continua e irreconciliable guerra a muerte. Debe estar preparado para morir cualquier día. Y deberá entrenarse a sí mismo para resistir la tortura.

6. Siendo severo consigo mismo, el revolucionario deberá ser severo con los demás. Todos los tiernos y delicados sentimientos de parentesco, amistad, amor, gratitud e incluso el honor deben extinguirse en él por la sola y fría pasión por el triunfo revolucionario. Para él sólo debe existir un consuelo, una recompensa, un placer: el triunfo de la revolución. Día y noche tendrá un solo pensamiento y un solo propósito: la destrucción sin piedad. Manteniendo la sangre fría y trabajando sin descanso para esa meta, estará listo para morir y para destruir con sus propias manos todo lo que le estorbe.

7. La propia naturaleza del verdadero revolucionario excluye toda forma de romanticismo, así como toda clase de sentimientos, exaltaciones, vanidades, odios personales o deseos de venganza. La pasión revolucionaria debe combinarse con el cálculo frío. En todo tiempo y lugar, el revolucionario no debe ceder ante sus impulsos personales, sino ante los intereses de la revolución.


La relación del revolucionario con sus camaradas

8. Para un revolucionario, un amigo es sólo aquél que ha probado con sus actos que también él es un revolucionario. La amistad, dedicación u otras obligaciones hacia ese amigo depende de su utilidad para la causa revolucionaria.

9. La solidaridad entre los revolucionarios no requiere discusión. La fuerza del trabajo revolucionario depende de ella. Los camaradas que estén en el mismo nivel de comprensión y pasión revolucionaria deben, en la medida de lo posible, discutir juntos las principales acciones y alcanzar conclusiones unánimes. Sin embargo, durante la ejecución del plan cada uno debe confiar sólo en sí mismo. Al realizar las diversas acciones destructivas, cada uno deberá actuar solo, y buscará consejo o ayuda de sus amigos sólo si ello es necesario para el éxito.

10. Cada camarada tendrá a la mano a varios revolucionarios de segundo o tercer rango, no tan completamente dedicados como él. Debe considerarlos como parte del capital revolucionario puesto a su disposición, y procurará sacar de ellos la máxima utilidad posible. Debe considerarse a sí mismo como un capital condenado a ser invertido para el triunfo de la causa revolucionaria, pero no tendrá derecho a disponer personalmente de ese capital sin el consentimiento de otros camaradas plenamente iniciados en la causa revolucionaria.

11. Cuando un camarada tenga problemas, y haya que decidir si salvarlo o no, el revolucionario no se guiará por sus sentimientos personales, sino solamente por los intereses de la causa. Por tanto, debe sopesar cuidadosamente la utilidad del camarada en problemas contra el costo del esfuerzo necesario para salvarlo, y debe decidir qué tiene mayor peso.


La relación del revolucionario con la sociedad

12. La aceptación de un miembro nuevo dentro la organización, de alguno que haya probado su lealtad no mediante palabras sino mediante sus actos, es algo que sólo podrá decidirse por consentimiento unánime.

13. Un revolucionario entra al mundo del Estado y al llamado mundo intelectual, y vive dentro de ellos, con el solo propósito de su destrucción rápida y total. No será un revolucionario si experimenta alguna simpatía por algo de ese mundo, o si se detiene ante la destrucción de algún estado de cosas, relación o persona que pertenezca a ese mundo en el cual todo debe ser odiado igualmente. Peor para él si tiene familia, amigos o relaciones amorosas; no podrá ser un revolucionario si eso detiene su mano.

14. Con el propósito de la destrucción despiadada, el revolucionario puede, y frecuentemente debe, vivir en sociedad, simulando ser lo que no es. El revolucionario deber penetrarlo todo en todas partes: las clases más altas y medias; el almacén del mercader; la iglesia; la mansión del aristócrata; los mundos de la burocracia, el ejército, la literatura; la División Tercera (policía secreta); e incluso el Palacio de Invierno (del Zar).

15. Toda esta sucia sociedad tendrá que ser dividida en varias categorías. La primera categoría es la de aquéllos que deberán morir sin demora. La Organización de camaradas revolucionarios harás listas de los condenados, tomando en cuenta el daño potencial que puedan hacer a la revolución, y eliminarán en primer lugar a los primeros de la lista.

16. Al unir esas listas, y agrupar ordenadamente a los condenados, no se tomará en cuenta la maldad personal del hombre ni el odio que éste provoca entre los camaradas o el pueblo. Esa maldad y ese odio pueden servir temporalmente para provocar la sublevación de las masas. Es necesario tomar en cuenta el grado de utilidad que su muerte podría dar a la causa revolucionaria. Ante todo, debes destruir a aquellas personas que más daño pueden hacer a la Organización revolucionaria, o a aquellas otras cuya muerte súbita y violenta provocarán el mayor terror en el gobierno, debilitando su poder y privándolo de sus miembros más enérgicos e inteligentes.

17. El segundo grupo está compuesto por aquellas personas a quienes se les permite vivir temporalmente, porque sus actos terribles conducirán al pueblo a una sublevación inevitable.

18. La tercera categoría incluye una multitud de personas de posición alta, animales que no tienen gran inteligencia ni energía, pero poseen riqueza, posición social, conexiones, influencia y poder. Debes explotarlos de todas las maneras posibles, implicarles, confundirles, y conocer, hasta donde sea posible, sus secretos más sucios con el fin de esclavizarles. Su poder, influencia, conexiones y riqueza podrían llegar a ser un tesoro inagotable y de gran ayuda para muchas empresas revolucionarias.

19. La cuarta categoría es la de aquellos trepadores ambiciosos y liberales de diversos matices. Puedes conspirar junto con ellos, pretendiendo que les sigues ciegamente; pero a la vez debes ponerlos bajo control, conocer todos sus secretos, comprometerlos al máximo..., de tal modo que ellos mismos ensucien y corrompan al Estado con sus propias manos.

20. La quinta categoría está compuesta por doctrinarios, conspiradores y revolucionarios que sólo hablan inútilmente ante muchedumbres o sobre el papel. Debes impulsarlos hacia la acción, despedazando sus discursos, con lo cual destruirás a la mayoría pero lograrás unos cuantos revolucionarios verdaderos.
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21. La sexta, y muy importante, categoría, son las mujeres. Éstas deben ser divididas en tres categorías. Primero, aquellas mujeres "cabeza hueca", inconscientes y desalmadas, que pueden ser utilizadas de la misma manera que los hombres de las tercera y cuarta categorías. La siguiente categoría es la de aquellas mujeres que son apasionadas, devotas y talentosas, pero no son propiamente nuestras, ya que no poseen aún una comprensión cabal, austera y revolucionaria. Ellas deben ser utilizadas como los hombres de la quinta categoría. Finalmente, están aquellas mujeres completamente nuestras, es decir, aquéllas que han aceptado nuestro programa y están totalmente dedicadas a él. Ellas son nuestras camaradas, y deberemos considerarlas como nuestro tesoro más preciado sin cuya ayuda no podemos triunfar.


La actitud de la Organización hacia el Pueblo

22. La Organización no tiene otro objetivo que la liberación completa y la felicidad del pueblo, es decir, del trabajador común y ordinario. Pero, con la convicción de que la liberación y la obtención de la felicidad es posible solamente por el camino de una revolución popular totalmente destructiva, la Organización deberá alentar, con todos sus medios y recursos, el desarrollo e intensificación de aquellas calamidades y males que agoten la paciencia del pueblo y lo conduzcan a una sublevación total.

23. Por "Revolución" nuestra Organización no entiende un modelo o patrón en el sentido clásico occidental, un movimiento que siempre se detiene y se doblega ante los derechos de propiedad privada y ante las tradiciones del orden público y las, así llamadas, civilización y moralidad. Tampoco entiende por revolución una forma que hasta ahora se ha limitado a deponer un modelo político para reemplazarlo por otro que intenta crear un estado revolucionario, por llamarlo de algún modo. La única revolución que puede ser benéfica para el pueblo será la revolución que destruya de raíz todo componente del Estado y que pueda exterminar todas las instituciones tradicionales del Estado, el orden social y las clases en Rusia.

24. La Organización no intenta imponer desde arriba una nueva organización para el pueblo. La organización futura crecerá, sin duda, desde el movimiento popular y desde la vida, pero ésa será la tarea de las generaciones futuras. Nuestra tarea es la destrucción despiadada, terrible, completa y universal.

25. Por esto, para estar más cerca del pueblo, necesitamos unidad con aquellos elementos de la vida popular que, desde el principio del estado de poder de Moscú, no han dejado de protestar, no sólo de palabra, sino con acciones, en contra de todo aquello que está relacionado directa o indirectamente con el Estado: en contra de la nobleza, en contra de los burócratas, en contra del clero y en contra de los kulaks explotadores (campesinos ricos, dueños de plantaciones, que utilizan esclavos o siervos). Permítasenos unirnos con los bandidos audaces, los únicos revolucionarios verdaderos de Rusia.

26. Unir este mundo con una sola fuerza invencible e indoblegable: tal es el objetivo de nuestra Organización, tal es nuestra conspiración y nuestra tarea.


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APÉNDICE
Carta de Bakunin a Nechaev

Fuente:
http://www.spunk.org/texts/writers/bakunin/sp000333.html




Para empezar, mis puntos de vista son diferentes en tanto que no reconocen utilidad, ni aun la mera posibilidad , de cualquier revolución exceptuando una espontánea o una revolución social popular. Estoy profundamente convencido de que cualquier otra revolución es deshonesta, nociva y significa la muerte de la libertad y del pueblo. Lo condena a nuevas penurias y nueva esclavitud... (El gran aparato militar/policial ) ha dado al estado tan enorme poder, que todas las conspiraciones secretas y atentados impopulares, los ataques y golpes súbitos y sorpresivos, están condenados a fracasar frente al estado. Éste sólo podrá ser vencido mediante una revolución popular espontánea.

De este modo, el único objetivo de una sociedad secreta debe ser no la creación de un poder artificial aparte del pueblo; sino el promover la unidad y la organización del poder espontáneo del pueblo; por ello, la única posibilidad, la única arma revolucionaria real no está fuera del pueblo, sino que es el pueblo mismo. Es imposible despertar al pueblo artificialmente. Las revoluciones populares nacen del curso de los acontecimientos... Hay periodos históricos en los que las revoluciones son simplemente imposibles; hay otros periodos en los que son inevitables... Sostengo que una revolución social popular es inevitable en cualquier lugar de Europa. ¿Arderá fuego pronto, y dónde lo hará en primer lugar? Nadie puede predecirlo. Quizás estallará en el lapso de un año, o incluso antes, o tal vez en diez o veinte años. Eso no importa, y la gente que intente servirla honestamente no lo hará por placer. Todas las sociedades secretas que deseen ser realmente ser útiles a la revolución, primero deben renunciar a todo nerviosismo, a toda impaciencia.

Si consideramos al pueblo como un ejercito o fuerza revolucionaria, he aquí el material valioso para una organización secreta. Pero este mundo debe ser verdaderamente organizado y moralizado, mientras que tu sistema lo pervierte y prepara en su interior traidores y explotadores del pueblo... Escoge cien personas de este mundo al azar y ponlas en una situación en la que les sea factible explotar y oprimir al pueblo -y podemos estar seguros de que lo explotarán y lo oprimirán. Hay en ellos muy poca virtud. Debemos aprovechar su condición de pobreza y sus heridas para hacerlos virtuosos a pesar de sí mismos, y mediante la propaganda constante y el poder de la organización, despertar en ellos esta virtud, educarla, afirmarla y hacerla apasionadamente consciente. Mientras que tú (Nechaev) haces lo opuesto: siguiendo el sistema de los jesuitas, matas sistemáticamente todo sentimiento humano en ellos, los educas en la mentira, en la desconfianza, el espionaje y la delación.

Ante todo definamos más exactamente el objetivo, el significado y la intención de esta organización (secreta). Como ya he mencionado varias veces arriba, de acuerdo con mi sistema, esta organización no será un ejercito revolucionario - tendremos sólo un ejercito revolucionario: el pueblo. La organización deberá ser sólo algo como el "estado mayor" o grupo de apoyo de este ejército, un organizador del poder del pueblo, no el ejercito mismo... Una idea revolucionaria se vuelve revolucionaria, vital, real y verdadera sólo si expresa, y sólo si representa, los instintos populares que son el resultado de la historia. Luchar por insertar en el pueblo tus propios pensamientos -ajenos a sus instintos- implica el deseo de convertirlo en siervo de un nuevo estado. La organización debe aceptar honestamente la idea de que es una servidora y una facilitadora, pero nunca un comandante del pueblo, nunca, y bajo ningún pretexto, su director, ni siquiera bajo el pretexto del bienestar del pueblo.

La organización enfrenta una tarea enorme: no sólo preparar el triunfo de la revolución popular a través de la propaganda y la unificación del poder popular; no sólo destruir totalmente, con el poder de la revolución, todo el orden económico, político y social; sino que además, hacer imposible, después de la victoria popular, la institucionalización de cualquier poder estatal sobre el pueblo - incluso el más revolucionario, incluso tu propio poder. Porque cualquier poder, como quiera que se llame a sí mismo, inevitablemente someterá al pueblo a la antigua esclavitud de una forma nueva. Por eso nuestra organización debe ser suficientemente fuerte y vital para sobrevivir a la primera victoria del pueblo, y debe estar tan profundamente imbuida en sus principios que podríamos esperar que incluso enmedio de la revolución no cambie su pensamiento, ni el carácter ni la dirección -todo lo cual no es una tarea fácil.

¿Cuál debe ser, entonces, esta dirección? ¿Cuál debe ser el objetivo que se propone y la tarea de esta organización? Ayudar al pueblo a lograr la autodeterminación en base a la más completa y extensa libertad humana, sin que interfiera, ni siquiera mínimamente, su poder temporal y transitorio.

Somos adversarios de todo poder oficial, incluso si fuera un poder ultra revolucionario. Somos enemigos de toda dictadura públicamente aceptada; somos revolucionarios sociales anarquistas. Pero me preguntarás: si somos anarquistas, ¿con qué derecho y con qué método podemos influenciar al pueblo? Si rechazamos todo poder ¿con qué poder, o mas bien con qué fuerza, dirigiremos la revolución popular? Una fuerza invisible -no reconocida por nadie, no impuesta por nadie- a través de la cual la dictadura colectiva de nuestra organización será más poderosa, y lo será más en tanto más invisible e irreconocida sea, o en tanto más permanezca fuera de la legalidad oficial."

(Bakunin procede a describir esta "dictadura invisible":)

Imagina una organización secreta que ha diseminado a sus miembros en pequeños grupos a través de todo el territorio del Imperio, pero que está, no obstante, unida firmemente: inspirada por un ideal común, una organización que actúa en todo lados de acuerdo a un plan común. Estos grupos pequeños, desconocidos por todos en cuanto tales, no tienen poder reconocido oficialmente, pero son fuertes en sus ideales, los que expresan la verdadera esencia de los instintos del pueblo, sus deseos y demandas. Finalmente son fuertes en su solidaridad, lo que enlaza a todos estos grupos secretos en un todo orgánico. Estos grupos serán capaces de liderar el movimiento popular sin buscar para sí privilegios, honores o poder, en un desafío a todas las personas ambiciosas que estén divididas y peleando entre ellas. Y podrán guiar el movimiento popular a las mas altas realizaciones posibles del ideal socio-económico y a la organización de la libertad plena para el pueblo. Esto es lo que llamo la dictadura colectiva de una organización secreta.

Esta dictadura está libre de todo interés, vanidad o ambición personales, porque es anónima e invisible, y no da ninguna ventaja, honor o reconocimiento oficial de poder a ningún miembro del grupo ni a ningún grupo. No amenaza la libertad del pueblo porque está libre de todo carácter oficial.

(La afirmación de que Bakunin compartía los métodos políticos y organizacionales de Nechaev es simplemente una calumnia. Dice Bakunin:)

Tú querías, y aún quieres, convertir tu propia crueldad y fanatismo extremista en una regla para la vida. Renuncia a tu sistema y llegarás a ser un hombre valioso; pero si no deseas renunciar a él, entonces ciertamente te convertirás en un militante nocivo y altamente destructivo, pero no del estado sino de la causa de la libertad.

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Traducción: Alejandra y wg

Mira, ma: ¡manos invisibles! --- John T Kennedy

Tomados de
http://www.strike-the-root.com/columns/Kennedy/kennedy1.html
http://www.strike-the-root.com/columns/Kennedy/kennedy2.html

Tr: William Gandhi


Mira, ma: ¡manos invisibles!

por John T. Kennedy

Parte I: La mano invisible del orden espontáneo.
En un artículo reciente, Brink Lindsey, pensador libertario, escribe:
La mano invisible del orden espontáneo funciona a las mil maravillas sólo porque se basa en reglas impuestas y hechas valer por el gobierno. Sin esa base, no habría orden espontáneo —sólo caos. Y en tal situación, la máxima libertaria de “No sólo no hagas algo, ¡no hagas nada!” deja de ser confiable.


Esta afirmación se basa en el argumento libertario en favor del gobierno limitado y en contra del anarco-capitalismo. ¿Qué es la “mano invisible” de la que habla Lindsey”? Adam Smith la describe así en La riqueza de las naciones:
Todo individuo trabaja para obtener de la sociedad el máximo ingreso anual posible. Por lo general, no intenta promover el interés público, ni sabe en qué medida lo está haciendo […] Sólo busca el beneficio personal, y una mano invisible lo guía en este, como en muchos otros casos, a promover un fin que no formaba parte de sus intenciones. Y no es malo para la sociedad que así sea: Al perseguir su propio interés, a menudo el individuo promueve el interés de la sociedad de una manera más eficaz que cuando tiene el propósito explícito de promoverlo. Jamás he sabido de un gran bien hecho por quienes han actuado por el interés público.


Los economistas libertarios reconocen que los mercados producen orden espontáneo. Reconocen que en el mercado libre los actos basados en el auto-interés producen beneficios generales sin que los individuos tengan el deseo explícito de producirlos en ese mercado. Los consumidores desean productos de buena calidad a bajos precios. El empresario desea tener ganancias. En un mercado libre la mano invisible obliga al empresario a proporcionar bienes de buena calidad y a precios bajos si es que quiere obtener ganancias. Si el empresario produce bienes de baja calidad, sus ganancias irán a las manos de otro empresario que ofrezca bienes de mayor calidad y al mismo precio; o si el precio de sus productos es demasiado alto, sus ganancias irán a las manos de otro empresario que ofrezca bienes de la misma calidad y a precio más bajo. El empresario sólo debe preocuparse por su propio beneficio, pero en un mercado libre, la mano invisible lo obliga a producir bienes para los demás al menor precio posible, para alcanzar el beneficio propio. Sin importar si le interesa o no el beneficio de los demás, en el mercado libre debe beneficiar a los demás para poder beneficiarse a sí mismo.


Decimos que el mercado libre produce valor espontáneamente, porque facilita su producción al obligar a que uno produzca valor para los demás si uno mismo quiere obtenerlo.


Por lo anterior, el mercado genera orden espontáneo. Es muy cómodo para mí poder ir a un solo lugar, una tienda de abarrotes, y encontrar carne, pan, leche, cereal, especias, verduras y miles de productos a precios que estén a mi alcance. La carne, la fruta y el café que compre ahí pueden venir de diferentes partes del mundo, pero el dueño de la tienda se ha encargado de traerlos y ponerlos a mi disposición y pocos kilómetros de mi casa. Es asombroso porque ni siquiera tuve que pedirle que lo hiciera. Tampoco lo obligué a hacerlo; él era libre de hacer lo que quisiera con su vida, pero voluntariamente escogió traer y juntar comida de todo el mundo y hacer que estuviera a mi fácil alcance. Ése es el orden espontáneo de la mano invisible. Como David Friedman lo ilustra en un horrible -y perspicaz- poema, la anarquía no es caos.


El señor Lindsey dice que esto no puede pasar de no ser por las reglas impuestas y hechas valer por el gobierno. Éste es uno de los principales argumentos en favor del gobierno y en contra del anarquismo de mercado. Según el argumento, los mercados libres sólo existen ahí donde el gobierno tiene la autoridad para resolver disputas entre las partes. Sin gobierno, no hay mercado, sólo el estado natural de Hobbes, la guerra de todos contra todos. Y sin el mercado, no hay mano invisible ni orden espontáneo. De ahí que los defensores del gobierno limitado digan que primero debemos imponer el orden mediante el establecimiento de un gobierno.

El argumento es completamente falso, y se refuta con facilidad.

Yo vivo en Estados Unidos. Supongamos que quiero hacer negocios con Joe, quien vive en Canadá. Digamos que quiere venderme cerveza y yo quiero comprar cerveza. ¿Alguien duda que haya un mercado aquí? Si Joe quiere venderme cerveza, estará bajo el control de la mano invisible de ese mercado: no podrá venderme cerveza de mala calidad, por lo menos no de manera frecuente, porque dejaré de comprársela a él y buscaré a alguien más que me venda cerveza de mejor calidad. Tampoco podrá venderme cerveza a precios exorbitantes porque, de igual forma, simplemente buscaré a alguien más. O podría no comprar más cerveza.

Es obvio que aquí hay un mercado. Y la mano invisible del orden espontáneo está operando.

Pero no hay ningún gobierno.

¿A qué me refiero cuando digo que no hay ningún gobierno? ¿Acaso no hay gobiernos en Estados Unidos y Canadá? Claro que los hay, pero el punto es que no hubo ningún gobierno que ejerciera su autoridad sobre el mercado en el que Joe y yo estamos haciendo negocios. El gobierno estadounidense no tiene autoridad sobre Joe y el gobierno canadiense no tiene autoridad sobre mí, y ninguna agencia o cosa por el estilo tiene autoridad sobre los dos. No existe gobierno en el mercado en el que hacemos negocios. Canadá puede gobernar a Joe, pero no a mí. Estados Unidos puede gobernarme a mí, pero no a Joe. Ningún gobierno puede gobernar el mercado. Estados Unidos y Canadá coexisten en un estado de anarquía cada uno respecto del otro. Los dos países pueden hacer un tratado mediante el cual busquen definir el mercado, una especie de contrato, pero esto no gobernará el mercado; en principio, no es diferente de un contrato entre agencias independientes en ausencia de gobierno. Si existiere alguna disputa entre las partes que firman el tratado o contrato, no habría ninguna autoridad superior a la que las partes pudieran apelar.

Puesto que no hay "reglas impuestas y hechas valer por el gobierno” que tenga autoridad sobre Canadá y Estados Unidos, ¿significa que no tenemos “orden espontáneo –sólo caos”? Difícilmente. Lo que tenemos es un mercado floreciente. La mano invisible del orden espontáneo está funcionando a la perfección. A pesar de no estar bajo una autoridad común, Estados Unidos y Canadá no están en nada que se parezca a un estado de guerra perpetua el uno contra el otro.

Lindsey estaba equivocado. El mercado no existe gracias al gobierno; existe a pesar del gobierno. La mano invisible del orden espontáneo no opera gracias al gobierno; opera a pesar del gobierno.



PARTE II La mano invisible de la corrupción espontánea

En La riqueza de las naciones Adam Smith observó que los mercados generan orden espontáneo y no intencional, como si una mano invisible dirigiera el mercado libre. Para él, el auto-interés individual es la fuerza que mueve a esa mano invisible: “Al perseguir su propio interés, a menudo el individuo promueve el interés de la sociedad de una manera más eficaz que cuando tiene el propósito explícito de promoverlo”.

Propongo que hay otra mano invisible; una que hace que el gobierno genere desorden espontáneo y no intencional. La fuerza que mueve a esta otra mano invisible es la misma: cada individuo que participa en el gobierno está motivado por sus intereses particulares. Sin embargo, mientras que el auto-interés produce una cooperación benéfica en el mercado libre, también conduce rápidamente a la corrupción, cuando esos mismos individuos ejercen el control coercitivo a través del gobierno.

La Teoría de la Elección Pública explica la estructura de incentivos que nutre esta corrupción:
Si bien es de esperarse que los legisladores persigan el “interés público”, sus decisiones son acerca de cómo utilizar los recursos de otras personas, no los suyos propios. Además, esos recursos provienen de quienes pagan impuestos y de quienes son obligados a pagar mediante regulaciones, sin importar si quieren hacerlo o no. Puede que los políticos traten de gastar esos recursos ajenos de manera sabia. Sin embargo, sus buenas decisiones no les producirán ningún beneficio personal, ni obtendrán una porción de aquel dinero que hayan conseguido ahorrar para beneficio de los ciudadanos. No reciben una recompensa directa por luchar contra los poderosos grupos de presión, con el fin de beneficiar a un público que ni siquiera está enterado, o no sabe quién trabajó en su favor. Así, los incentivos para hacer una buena administración son débiles. Por el contrario, los grupos de presión, los grupos con intereses especiales, están organizados por personas que obtendrán enormes ganancias gracias a la acción gubernamental. Por ello proporcionan a los políticos fondos y gente para sus campañas. A cambio, serán escuchados por los políticos, y a menudo recibirán de éstos apoyo para sus metas.

Es decir, como los legisladores pueden cobrar impuestos y obtener recursos mediante la coerción, y como los votantes prestan muy poca atención a los actos de los legisladores, éstos actúan de formas muy costosas para los ciudadanos.

~ Jane S. Shaw: en The Concise Encyclopedia of Economics


¿Por qué los votantes vigilan apenas a sus legisladores? La verdad es que los votantes permanecen sustancialmente desinformados acerca de la conducta de sus legisladores porque así les conviene Cuando un consumidor quiere comprar un automóvil en el sector privado, tiene sentido que se esfuerce por saber qué automóvil se acoplará mejor a sus necesidades, puesto que será él quien reciba todos los beneficios de ese esfuerzo. Pero cuando el votante está decidiendo a qué representante elegir para un cargo público, no ve la necesidad de invertir mucho esfuerzo en ello, puesto que la posibilidad de que su voto influya en el resultado final de la elección es mínima, y porque él no obtendrá una tajada grande de los beneficios que pudiera producir ese voto suyo –el beneficio se distribuirá entre todos. Así, mientras los estatistas afirman que los gobiernos son necesarios para encargarse del problema de los bienes públicos, esto a su vez genera precisamente uno de esos problemas: el problema de controlar al gobierno.

Aun cuando el gobierno persiga de buena fe el interés público, aun así fracasará. Ludwig von Mises expuso la idea crucial: el control del gobierno destruye la posibilidad del cálculo económico. Los precios son las señales necesarias del cálculo económico ya que revelan las preferencias de los individuos. Sin esta medida de las preferencias individuales, es imposible hacer juicios económicos válidos. Y la intervención del gobierno en el mercado distorsiona los precios. El ideal estatista democrático es que las decisiones económicas sean tomadas por sabios representantes que persiguen el interés común. Se supone que a más sabios y justos sean esos representantes, más podremos confiar en ellos, y que si son suficientemente sabios y justos, podrán dirigir nuestros asuntos económicos de una forma que nos beneficiará a todos. Ludwig von Mises refutó este ideal: el gobierno, por muy sabio que sea, no puede administrar razonablemente bien la economía de los gobernados, porque el acto mismo de gobernar destruye la medición de las preferencias individuales, medición que es necesaria para tomar buenas decisiones económicas. El ideal estatista democrático no puede funcionar.

Muchos estatistas pueden tener buenas intenciones. Pueden desear honestamente el beneficio de usted. Pero su defensa del estado no está bien fundamentada, porque la mano invisible de la corrupción espontánea generará, necesariamente, un desorden no intencional.

El anarquista renuente ---Joseph Sobran


Joe Sobran, conservador, explica aquí cómo se convirtió en anarquista... pese a que ello no le agrada del todo.
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El anarquista renuente

por Joseph Sobran

Traducción de
The Reluctant Anarchist


[Nota del traductor: “liberal” = progresista]



Mi llegada (muy reciente) al anarquismo filosófico ha perturbado a algunos de mis amigos conservadores y cristianos. De hecho, también a mí me sorprende, pues es algo contrario a mis propias inclinaciones.

Cuando niño adquirí un profundo respeto por la autoridad y un profundo horror al caos. Ambas cosas eran parte de mi vida, que se volvió incierta después de que mis padres se divorciaron y tuve que mudarme de un hogar a otro durante varios años, viviendo a menudo con extraños. Algo que siempre anhelé fue una autoridad estable.

Mientras tanto, mi educación en escuelas públicas me inculcó esa clase de patriotismo tan común en todos los niños de esa época. Crecí con la idea de que si había algo en lo que podía confiar, era mi gobierno. Sabía que era fuerte y benévolo, aunque yo mismo no entendía mucho acerca de él. La idea de que algunas personas -los comunistas, por ejemplo - podrían desear derrocar al gobierno me llenaba de horror.

G.K. Chesterton, con su eterna y gentil audacia, criticó alguna vez a Rudyard Kipling por su “falta de patriotismo.” Puesto que Kipling era famoso por glorificar al Imperio Británico, esto podría parecer una de las “paradojas” de Chesterton; pero no era tal cosa, excepto en el sentido de que él negaba lo que para la mayoría de sus lectores era obvio e incontrovertible.

Chesterton, ese “pequeño inglés” y opositor del imperio, explicaba qué era lo que estaba mal en Kipling: “Él admira a Inglaterra, pero no la ama; porque para admirar necesitamos razones; no así para amar. Él admira a Inglaterra porque Inglaterra es fuerte, no porque sea inglesa”. Lo anterior significa que no habría razón alguna para amar a Inglaterra si Inglaterra fuera débil.

Por supuesto, Chesterton estaba en lo correcto. Tú amas a tu país como amas a tu madre -sencillamente porque es tuya, no porque sea superior a otras, o porque sea especialmente poderosa.

Esto, ahora, me parece axiomático, pero me asustó la primera vez que lo leí. Después de todo, yo era un americano, y el patriotismo americano suele expresarse mediante superlativos: América –Estados Unidos- es la más libre, la más poderosa, la más rica; en pocas palabras, es el más grande país del mundo, con la mejor forma de gobierno - el más democrático. Quizá los pobres finlandeses o peruanos amen también a sus países, pero sólo Dios sabe porqué --tienen tan poco de qué estar orgullosos, tan pocas “razones”. América –EU- es también el país más envidiado del mundo. ¿Acaso no todo el mundo desea secretamente ser americano?

Ésa fue la clase de patriotismo que me inculcaron cuando niño, y eso era algo típico. Era el patriotismo de la supremacía. Porque América nunca había perdido una guerra –incluso me sentía orgulloso de que hubiéramos creado la bomba atómica (providencialmente, me parecía, justo a tiempo para machacar a los japonesitos)-, y esa fue la razón por la cual la guerra de Vietnam fue tan amargamente frustrante. ¡No por los muertos, sino por la derrota! ¡El fin de la más grande racha ganadora en la historia!

A medida que crecía, mi patriotismo comenzó a tomar otra forma, y me tomó mucho tiempo darme cuenta de que ello era opuesto a mi patriotismo de supremacía. Me transformé en un conservador filosófico, con una fuerte inclinación libertaria. Creía en el gobierno, pero tenía que ser un gobierno “limitado” - limitado a unas pocas funciones legítimas, tales como la defensa ante amenazas externas y la policía en casa. Yo aceptaba eso, y apenas un poco más, por la influencia de escritores como Ayn Rand o Henry Hazlitt, cuyos libros leía durante mi época en la universidad.

Aunque me desagradaba el ateísmo de Rand (yo era entonces irreligioso, pero no anti-religioso), de algún extraño modo ella revivía mi catolicismo residual. Yo había leído lo suficiente de Tomás de Aquino y comprendía sus mantras aristotélicos. Todo ha de tener su propia naturaleza y limitaciones, y eso incluye al estado; la idea de un estado que crece constantemente, sin límites, que demanda cada vez más del ciudadano, me ofendía y asustaba. Eso sólo podría acabar en tiranía.

También me atrajo poderosamente Bill Buckley, un católico confeso, que tocaba las mismas notas aristotélicas. Durante su postulación para alcalde de Nueva York en 1965, Buckley hizo una promesa sublime al votante: ofrecía “la paz interna que proviene de saber que hay límites racionales para la política.” Ésta pudo haber sido la promesa de campaña más fútil de todos los tiempos, ¡pero bastaba para obtener mi voto!

Más que cualquier doctrina particular, fue ese sentido aristotélico de los “límites racionales” lo que me convirtió en conservador. Me regocijé al encontrarlo también en algunos escritores ingleses muy alejados del conservadurismo americano –como Chesterton, por supuesto, pero también Samuel Johnson, Edmund Burke, George Orwell, C.S. Lewis, Michael Oakeshott.

De hecho, yo prefería mucho más el conservadurismo literario, contemplativo, en lugar del tipo de activismo que se preocupa por los asuntos políticos inmediatos. Durante la época de Reagan, que yo esperaba sería excitante, me mataron de aburrimiento la economía de la oferta, las zonificación de empresas, la “privatización” de programas de bienestar, y demás artimañas que evadían el tema principal: el de los principios. No pude darme cuenta de que el “movimiento” conservador estaba mucho más interesado en victorias republicanas que en principios. Y aunque lo vi no pude comprender lo que eso significaba.

De todos modos, lo último que me pasó por la mente fue convertirme en anarquista. Por muchos años no supe nada sobre la existencia de anarquistas filosóficos serios. Jamás escuché nada acerca de Lysander Spooner o Murray Rothbard. ¿Cómo podría la sociedad sobrevivir sin un estado?

Comencé a criticar al gobierno de los EU, aunque no mucho. Descubrí que el estado de bienestar, principalmente el legado del New Deal de Franklin Roosevelt, violaba los principios del gobierno limitado, y eventualmente tendría que irse. Pero estaba de acuerdo con otros conservadores en que, por el momento, lo urgente era detener la amenaza global del comunismo. Puesto que yo consideraba la “defensa” como una de las tareas legítimas del gobierno, pensaba que la Guerra Fría era una necesidad, el precio que había que pagar por la libertad, por así decirlo. Si en algún momento la amenaza soviética cesaba (algo que parecía remoto), podríamos reducir radicalmente el presupuesto militar y volver a la tarea de desmantelar el estado de bienestar.

En algún momento, al final del arco iris, EU retornaría a los principios sobre los que se fundó. El Gobierno Federal sería contraído, las leyes serían pocas, los impuestos serían mínimos. Eso era lo que yo pensaba. Por lo menos, lo que esperaba.

Durante esos años leía ávidamente literatura conservadora y de libre mercado, pensando que, siendo yo un converso reciente, debía ponerme al corriente con el movimiento conservador. Daba por hecho que otros conservadores ya habían leído los mismos libros y los tenían ya en el corazón. ¡Seguro que todos deseamos lo mismo! Lo fundamental: el conocimiento de que hay límites racionales para el gobierno. El buen Aristóteles. En aquel entonces, me parecía que no había una gran diferencia entre Aristóteles y Barry Goldwater.

Como es bien sabido, de joven trabajé para Buckley en el National Review, y luego pasé a ser columnista en varios medios. Encontré mi nicho en el periodismo conservador como crítico de las distorsiones progresistas [liberals] de la Constitución de EU, especialmente de las leyes de la Suprema Corte sobre el aborto, la pornografía y la “libertad de expresión.”

Poco a poco entendí que las críticas conservadoras de la “interpretación no estricta”, tan común en la jurisprudencia progresista, no eran lo fuertes que deberían ser. Casi todo lo que los progresistas querían que hiciera el Gobierno Federal era inconstitucional. La clave de todo, creía yo, era la Décima Enmienda, que prohíbe al Gobierno Federal hacer nada que no le esté expresamente asignado en la Constitución. Pero la Décima Enmienda se encontraba en estado de coma desde el New Deal, cuando la Corte de Roosevelt prácticamente la suprimió.

Esto significaba que casi toda la legislación federal, desde el New Deal hasta la Great Society y aún más, había sido inconstitucional. En vez de luchar contra cada programa progresista, los conservadores podrían minarlos en su totalidad con sólo restablecer el significado verdadero (y, en realidad, obvio) de la Constitución. El progresismo dependía de una larga serie de usurpaciones del poder.

En la época del nombramiento -tan disputado (y derrotado)- del juez Robert Bork para la Suprema Corte, los conservadores alegaban hasta el cansancio que la “intención original” de la Constitución debía ser concluyente. Pero aplicaban este principio solamente a algunas frases y pasajes ambiguos que se referían a temas en boga -como la pena de muerte, por ejemplo. El significado general de la Constitución, pensaba yo, estaba fuera de toda duda. El principio fundamental es que todo aquello que el Gobierno Federal no está autorizado a hacer, tiene prohibido hacerlo.

Eso era suficiente para invalidar al estado de bienestar y, de hecho, casi toda la legislación progresista. Sin embargo, me fue difícil persuadir a los conservadores de ello. Bork mismo opinaba que la Décima Enmienda era inaplicable. Si tenía razón, entonces la Constitución era totalmente inútil.

Nunca pensé que un renacimiento constitucional fuera fácil, pero de verdad creía que era indispensable para subvertir la legitimidad del progresismo. Los conservadores escuchaban de manera educada mis argumentos, aunque sin mucho entusiasmo. Consideraban mis apelaciones a la Constitución como algo pedante y, para fines prácticos, algo fútil -que no sería de mucha ayuda en la lucha política. La mayoría de los estadounidenses ya ni siquiera recordaban el significado de “usurpación”. Y los propios conservadores apenas lo entendían.

Por supuesto que tenían razón, en un sentido obvio. Incluso las cortes conservadoras (de ser convencidas) no serían lo suficientemente audaces como para deshacerse del legado progresista de un solo golpe. Sin embargo, yo seguía convencido de que el movimiento conservador debía atacar los fundamentos constitucionales sobre los que se apoyaba el movimiento progresista.

De alguna manera, mi patriotismo dejó de ser un patriotismo por la América tal como era entonces, para convertirse en un patriotismo por la América de la época en que aún se honraba a la Constitución. ¿En qué momento se dio el cambio? En un comienzo, pensé que la gran corrupción se había generado cuando Franklin Roosevelt subvirtió al poder judicial federal; pero después comprendí que el acontecimiento decisivo había sido la Guerra Civil, la cual había destruido el derecho de los estados a separarse de la Unión. Sin embargo, éste era el punto de vista de sólo una pequeña parte de los conservadores. En particular, en el National Review yo era el único que lo sostenía.

He escrito mucho sobre mi carrera en esa revista; así que me limitaré a decir que fue sólo hacia el final de más de dos felices décadas trabajando allí cuando comencé a darme cuenta de que, después de todo, no todos deseábamos lo mismo. Cuando sucedió, sentí algo parecido a lo que siente aquél que descubre, después de un largo y apacible matrimonio, que su esposa está enamorada de otro, y que así ha sido siempre.

No es que me hayan traicionado. Es sólo que estaba ciego. No puedo culpar a nadie más que a mí mismo. La gente de Buckley, y el movimiento conservador en general, no intentaron engañarme más de lo que yo intenté engañarlos. Todos asumíamos que estábamos del mismo lado, pero no era así. Si alguien tiene la culpa por este malentendido, ése soy yo.

A finales de la década de 1980 comencé a juntarme con rothbardianos libertarios –quienes se autodenominaban con el poco atractivo nombre de “anarco-capitalistas” -e incluso conocí a Rothbard mismo. Eran brillantes, muy combativos, con ideas desafiantes y argumentos sorprendentes. Rothbard poseía una inteligencia teórica profunda además de un gran conocimiento de historia. ¡Su obra principal, Man, Economy and State, había recibido, en el National Review, grandes elogios del normalmente reservado Henry Hazlitt!

Sólo puedo decir de Murray lo que muchos otros han dicho ya: nunca en mi vida encontré una mente tan original y vigorosa. Era un judío bajito y fornido de Nueva York, con una risa explosiva, y que fue siempre un compañero fascinante y alegre. Aunque escribió docenas de importantes libros y centenares de artículos, también se dio tiempo, sólo Dios sabe cómo, para escribir (en la vieja máquina de escribir eléctrica que utilizó hasta el final de sus días) innumerables cartas, largas, a un solo espacio y muy bien razonadas, para todo tipo de gente.
Las ideas de Murray sobre política eran rotundas: el estado no era otra cosa que una banda de criminales llevada a lo grande. Por mucho que concordaba con él en términos generales, por mucho que me fascinaran sus argumentos, me resistía a sus conclusiones. Todavía quería creer en los gobiernos constitucionales.

A Murray no le parecían en lo absoluto tales formas de gobierno: afirmaba que la convención de Filadelfia, donde la Constitución había sido esbozada, era solamente un “golpe de estado,” que centralizaba el poder y destruía los acuerdos mucho más tolerables de los Artículos de la Confederación. Esto contradecía todo lo que a mí me habían enseñado. ¡Yo nunca había escuchado a alguien sugerir que esos Artículos hubieran sido preferibles a la Constitución misma! Pero a Murray no le importaba lo que pensaran otros –o lo que todos pensaran. (Él era demasiado radical para Ayn Rand).

A ambos nos gustaban las películas de gángsters, y alguna vez me dijo que la Mafia era preferible al estado, porque al menos proporcionaba servicios que la gente realmente deseaba. Yo argüí que la Mafia se comportaba como el estado, extorsionando con sus propios “impuestos” en forma de chantajes a los comerciantes; su mercado estaba lejos de ser “libre.” Él admitió que yo tenía razón en eso. Fue un gran orgullo para mí que me haya dado la razón en ese punto.

Murray murió hace algunos años sin haber logrado convertirme en un anarquista. Le tocó a su brillante discípulo, Hans-Hermann Hoppe, terminar el trabajo. Hans afirmaba que ninguna constitución podría contener al estado. Una vez que el monopolio de la fuerza ha conseguido legitimidad, los límites constitucionales se transforman en meras ficciones que el estado puede ignorar; nadie podrá estar en una posición legal para hacer cumplir esos límites. El estado mismo decidiría, mediante la fuerza, lo que la constitución “quiere decir”, y gobernará siempre en su propio favor y para incrementar su propio poder. Ésta es una verdad a priori, y la historia de América lo confirma.
¿Qué pasaría si el Gobierno Federal violara gravemente la Constitución? ¿Podrían los estados retirarse de la Unión? Lincoln dijo no. La Unión era “indisoluble”, a menos que todos los estados acordaran disolverla. En la práctica, eso lo resolvió la Guerra Civil. Los Estados Unidos, en plural, eran en realidad un solo estado enorme, como lo demuestra el nuevo hábito de los estadounidenses de hablar de los Estados Unidos en singular, y no en plural.

Así, la gente está obligada a obedecer al gobierno aun si los gobernantes rompen su juramento de mantener la Constitución. No hay escapatoria. Para Lincoln, lo que es “inalienable” es el estado, no nuestros derechos. Y se aseguró de que así fuera por la fuerza de las armas. Ninguna transgresión a la Constitución puede dañar la legitimidad heredada por la Unión. Una vez establecido en términos específicos y limitados, el gobierno de los Estados Unidos es para siempre, incluso si se resiste a seguir esos términos.

Como dice Hoppe, es un error pensar que el estado puede ser controlado por una constitución. Una vez concedido, el poder del estado se vuelve, de manera natural, absoluto. La obediencia se da en una sola dirección. En teoría, “Nosotros, el Pueblo” creamos un gobierno y especificamos los poderes que puede ejercer sobre nosotros; nuestros gobernantes juran ante Dios que respetarán los límites que les hemos impuesto; sin embargo, cuando pisotean esos límites, nuestro deber de obedecerlos permanece.

Con todo, incluso después de la Guerra Civil, ciertos escrúpulos sobrevivieron durante algún tiempo. Los americanos aún estaban de acuerdo en que el Gobierno Federal podría adquirir nuevos poderes sólo si se hacían enmiendas a la Constitución. De ahí que las enmiendas de la posguerra incluían las palabras “el Congreso tendrá el poder para” aprobar tal y tal legislación.

Sin embargo, en la época del New Deal, quedaban pocos rastros de tales escrúpulos. Franklin Roosevelt y su Suprema Corte interpretaron la Cláusula de Comercio tan ampliamente, como para autorizar virtualmente cualquier solicitud del Gobierno Federal, y la Décima Enmienda de manera tan estrecha, que le quitaron todo poder que pudiera representar un obstáculo. En la actualidad, estas herejías están tan afianzadas que el Congreso rara vez se pregunta si una propuesta de ley está permitida o prohibida por la Constitución.

En resumen, la Constitución de EU es letra muerta. Fue herida de muerte en 1865. Su cadáver no puede ser revivido. Me ha sido difícil admitirlo, e incluso ahora me duele decirlo.

Algunas otras cosas cambiaron mi mente. R. J. Rummel, de la Universidad de Hawai, calcula que, tan sólo en el siglo 20, los estados asesinaron a unos 162 millones de sus propios ciudadanos. Esto no incluye las decenas de millones de extranjeros exterminados en las guerras. ¿Cómo podemos decir entonces que los estados “protegen” a sus pueblos? Ninguna cantidad de crimen privado habría podido alcanzar tales cifras. Con respecto a las guerras, el libro de Paul Fussell, Wartime, muestra las batallas con tan horrible viveza, que, aunque ésa no era su intención, me puso a dudar sobre si podría haber justificación para cualquier guerra.

Mis amigos cristianos dicen que la autoridad del estado fue dada por Dios. Mencionan la prescripción de Cristo de “dar al César lo que es del César”, junto con las palabras de San Pablo: “Los poderes que existen fueron ordenados por Dios.” Pero Cristo no dijo qué cosas -si las hay- pertenecen al César; sus palabras, ambiguas, están muy lejos de ordenar que demos al César todo lo que pida. Y cabe mencionar que Cristo jamás dijo a sus discípulos que establecieran un estado o que se metieran en política. Su tarea era predicar el evangelio, y, si eran rechazados, debían ir a otra parte. Él no parece haber imaginado al estado como algo que sus discípulos podrían o deberían tomar muy en cuenta.

A primera vista, San Pablo parece ser más positivo al afirmar la autoridad del estado. Pero él mismo, al igual que los otros mártires, murió por desafiar al estado, y lo honramos por eso; y no olvidar que en alguna ocasión se fugó de la cárcel. Es evidente que el pasaje de Romanos se ha malinterpretado. Probablemente fue escrito durante el reinado de Nerón, quien no se distinguió por haber sido el más edificante de los gobernantes; además, Pablo le aconsejó a los esclavos que obedecieran a sus amos y, sin embargo, nadie lo interpreta como una aprobación de la esclavitud. Lo que quizá él trataba de decir es que el estado y la esclavitud estarían aquí sólo en el futuro inmediato, y que los cristianos debían tolerarlo a fin de mantener la paz. Jamás dijo que así debería ser para siempre.

San Agustín tenía una opinión más terrible sobre el estado: era un castigo por los pecados. Para él, un estado sin justicia no es sino una banda de delincuentes a gran escala, y dudaba de que el estado pudiera ser otra cosa. Santo Tomás de Aquino tenía una postura más benigna: sostenía que el estado sería necesario incluso si el hombre no hubiera perdido la gracia divina; pero estaba de acuerdo con Agustín en que una ley injusta no puede ser considerada ley, doctrina que afectaría gravemente a cualquier estado conocido.

El monopolio legal del uso de la fuerza es la esencia del estado. Sin embargo, la fuerza es infrahumana; en palabras que me gusta citar todo el tiempo, Simone Weil definió la fuerza como “aquello que transforma a las personas en cosas –en cadáveres o en esclavos.” Puede que a veces sea un mal necesario, como en la autodefensa o la defensa del inocente, pero nadie puede tener por derecho lo que el estado pretende para sí: el privilegio exclusivo para emplearla.

Es muy posible que los estados -la fuerza organizada- gobiernen por siempre este mundo, y que en el mejor de los casos tengamos que elegir entre diversos males. Algunos estados son peores que otros en aspectos importantes: cualquiera en su sano juicio preferiría vivir en los Estados Unidos antes que ser sometido a un Stalin. Sin embargo, decir que algo es inevitable o menos malo que otra cosa, no significa que ese algo sea bueno.

Para la mayoría de la gente, “anarquía” es una palabra perturbadora que sugiere caos, violencia, antinomianismo –todo aquello que la gente espera sea controlado o prevenido por el estado. El término “estado”, a pesar de su historia sangrienta, no les molesta. Y sin embargo, es el estado el que es verdaderamente caótico, porque significa el gobierno de los fuertes y los maliciosos. Se imaginan que la anarquía terminaría naturalmente en el reinado de los matones. Sin embargo, el matón nunca podrá justificar su derecho a mandar. Sólo el estado, con su aparato propagandístico, puede hacerlo. Esto es lo que significa la “legitimidad”. Es obvio que los anarquistas necesitan una etiqueta más seductora.

“Pero ¿con qué se reemplazaría al estado?” La pregunta revela la incapacidad para imaginar a la sociedad humana sin estado. Parecería que la institución que ha acabado con 200 millones de vidas en un siglo difícilmente necesita ser “reemplazada”.

Los cristianos, y en especial los americanos, han vivido engañados debido a su buena fortuna. Desde la conversión de Roma, la mayoría de los gobernantes occidentales han estado más o menos inhibidos por la moralidad cristiana (aunque, como uno puede darse cuenta, a menudo encontramos gobernantes no tan inhibidos), e incluso las guerras fueron más o menos civilizadas durante siglos; y esto produjo la suposición de que el estado no es necesariamente algo malo. Pero a medida que esa moralidad se aleja de la cultura, como está sucediendo rápidamente, esta confusión se disipará. Podemos esperar cada vez más que el estado exhiba su verdadera naturaleza.

Para mí, todo esto ha sido cualquier cosa, menos una conclusión grata. Extraño la serenidad del que cree vivir bajo un buen gobierno, diseñado sabiamente y benévolo en sus acciones. Pero, como dice San Pablo, llega el momento en el que hay que deshacerse de las creencias infantiles.
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